Esa mañana al despertar, Wilfredo se llevó el peor susto de su vida. Al abrir los ojos, parado sobre su pecho y a escasos centímetros de su rostro, se encontraba un abominable gnomo. El enano tenía la cara arrugada como pasita y una gran nariz en forma de pepino que sobresalía por esa maraña de pelos pelirrojos que se mezclaba con la barba que le caía hasta los pies, justo donde nacían sus botas campiranas. Wilfredo hubiera disfrutado gustoso su presencia si no fuera porque el gnomo portaba en su puño una filosa punta que amenazaba clavarle en el ojo.