Acompañado de su grupo musical, Carlos entonaba alegres corridos mexicanos cuando las puertas de la cantina “El quinto patio”, fueron azotadas.
Tres hombres a caballo irrumpieron en ella y al tiempo que soltaban balazos al techo, gritaron:
-¡Órale, jijos! ¡A cooperar para la causa!
El bandolero flaco de barba cerrada, se acercó a la barra de la cantina, se empinó una cerveza y arrojando un morral a uno de los mozos del lugar, le ordenó que recogiera el dinero.
Carlos estaba muy atento a cada movimiento de los ladrones. Esperaba el menor descuido para atacar, sin embargo, unos tipos que estaban en el otro extremo quisieron sorprenderlos y rápidamente fueron tranquilizados con una ráfaga de balazos que volaron las bebidas de su mesa.
-Bandidos de Río Frío, -le susurró Efraín a Carlos. Son unos perros, -continuó, -se juegan la vida por nada. Más vale ni arriesgarse.
Los clientes del lugar entregaron sus pertenencias llenando el morral del mozo y todo parecía indicar que se marcharían cuando el jinete regordete, el que parecía ser el jefe, cabalgó hasta postrarse justo en frente de Carlos.
-¡Qué traís ahí, pelao! -Increpó señalando su pecho.
Carlos no respondió nada pero al alzar los brazos, el caballo se espantó y comenzó a relinchar. Con gran destreza, el jinete, a pesar de su corta estatura y de lo notorio que era que un pedazo de palo sustituía su pierna izquierda de la rodilla hasta abajo, jaló su rifle y recargó la punta en el cuello de Carlos.
-A ver, güerito, te vas sacando esa linda camisa con la que cantas o te vuelo los botones a balazos, ¡jálale!
Carlos no tuvo más remedio que destaparse el pecho y dejar al descubierto una brillante cadena con gruesos eslabones de oro de la que colgaba una enorme cruz.
-¡Jajaja! -Sonaron las escandalosas risas del forajido. -¡Con que tenías este regalito guardado para mi, eh! Mira nada más qué chulada, -le dijo burlonamente mientras que con la misma punta del rifle, atorándola en la mirilla, la deslizó suavemente por arriba de su cabeza.
-No se la lleve, por fa… -estaba diciendo Carlos cuando otra descarga de tiros anunció la retirada de los pistoleros.
Habían pasado cerca de 120 años de la independencia de México y casi dos décadas de la revolución y en lugares como ese, todavía prevalecía la ley del revolver.
-Algún día te he de encontrar y nos pondremos a mano, maldito… -grito a los cuatro vientos Carlos.
Efraín vio que sus ojos azules chispeaban furiosos y le contestó:
-A estos perros te los topas en Río Frío. El que se llevó tu colguije, yo ya lo “vide” antes por ahí. Pero tú lo sabes, en Río Frío entras, pero pocos salen.
Los músicos tomaron sus caballos y se dirigieron a San Pablo, el pueblo de Tlaxcala donde habitaban y que no se encontraba a más de una hora a caballo.
Pasaron cerca de 18 años y San Pablo, aunque más poblado, seguía guardando el mismísimo aspecto de tuviera en tiempos de Benito Juárez. Sus construcciones eran viejas y las haciendas cubrían la mayor parte del territorio.
En la barbería de la calle principal, Carlos se dejaba rasurar cuando de pronto llegó Efraín hecho la mocha.
-¡Compadre, compadre! Que te traigo una noticia que te va a quitar la muina…
-¿Y ora a ti, que mosca te pico, pues?
-¡Le dieron cuello al cojo!
¿Qué dices? -Respondió incrédulo Carlos.
-Lo que oyes. Mandaron directito al infierno de seis plomazos, al mendigo cojo que te robó tu colguije, aquel de la cantina del “El quinto patio”.
-¿Quién te dijo?
-Todo el pueblo lo sabe. Fue aquí a dos calles, frente a Ponciano, el herrero. Dicen que lo estuvieron cazando y cayó redondito porque aquí tenía hartas queridas. Quesque la mitad de San Pablo esta poblado de güercos de él. Yo no lo dudo, con toda la plata que robó tenía pa´ mantener hasta a sus nietos.
-Hijo de su pelona… pues se llevó mi cruz de Asturias, ¿sabes que pertenecía a mi familia desde mi bisabuelo? Mi padre me la dio antes de morir y yo soñaba con dársela a mi hijo Carlos, ¡cojo mal nacido! La debió haber malbaratado por ahí.
Aunque ni el ambiente, ni la imagen del pueblo lo aparentaban, otra vez pasaron los años. El grupo de Carlos y Efraín se mantenía vigente y eso le permitió ahorrar una pequeña cantidad de dinero a Carlos.
-Oye compadre, ¿ya oíste que están vendiendo la hacienda de doña Clodomira?
-¿La de la calle Aldama?
-La misma. Esa tan grande que da hasta la falda del monte.
-Ha de valer mucho…
-No, Carlos. La están casi regalando pero nadien la quiere quesque porque allí espantan y, ¿adivina quién es el espíritu? Ni más, ni menos, que de Manuel Villa, el cojo aquél. El famoso ladrón de Río Frío.
-¿Y qué tiene que hacer el espíritu de ese pelao en la hacienda de doña Clodomira?
-Allí está la cosa… Así como la veías de calladita, Clodomira tuvo amoríos con ese ingrato. Preñó una hija, pero ella está casada con un fulano de la capital que no quiere saber nada de “ese vejestorio de casa”, como él dice.
-¿Me acompañas a verla? -Preguntó Carlos.
-¡Pa´luego es tarde! -Contestó su inseparable amigo de cuerdas.
El lugar estaba completamente descuidado y para sorpresa de todos, Carlos a pesar de tener que endeudarse para acompletar, se quedó con la hacienda.
Los amigos continuaban cantando pero en cuanto su compromiso concluía, Carlos volaba a su casa y no salía de ella por días. Efraín hasta pensó que estaba perdiendo la cordura porque todo su dinero se lo gastaba en palas, picos y quien sabe cuanta cosa más. Luego, se metía en la hacienda y ya no se volvía a saber nada de él hasta la siguiente cantada.
-¡Uy, manito!, -le cuestionó Efraín, -¿se puede saber qué tanto haces y qué fregados es ese aparatejo que compraste en doscientos pesos?
-Es un detector de metales.
-Pues ojalá encuentres el tornillo que se te cayó porque me cae que ora si te hace mucha falta, -le respondió Efraín dándole la espalda para meterse en la cantina a la que Carlos ya no lo acompañaba desde la compra de la dichosa propiedad.
En la hacienda no cabía un hoyo más. Carlos, aunque no le comentaba a nadie por miedo a que lo tiraran de loco o peor aún, que alguien se le adelantara, la mayoría de las noches no dormía. Estaba buscando un tesoro escondido.
Sus ideas tenían cierta lógica ya que todos sabían que en épocas de la revolución y muy especialmente los ladrones de Río Frío, enterraban fortunas. A él mismo, en San Pablo, ya le había tocado presenciar como dos pobres diablos que no tenían ni en donde caerse muertos, de la noche a la mañana, se hacían ricos al descubrir uno de esos codiciados escondites.
“Algo tiene que haber en esta hacienda”, se repetía cada amanecer fatigado de tanto escarbar.
En esas andaba aquella tarde, aflojando la tierra en uno de los extremos que daban al monte cuando vio aproximarse a un extraño individuo.
El tipo era chaparro, gordo y ranqueaba de una pierna. Lentamente caminó hasta llegar a él. Carlos se preparó para lo que viniera, así es que tomó el pico colocándolo en su puño derecho.
-Ahí no va a encontrar nada, -masculló la voz rasposa.
-¿Qué dice?
-Que ha escarbado todo este tiempo en el lugar equivocado.
Carlos estaba seguro de que nadie sabía lo que hacía, era imposible que lo observaran a la distancia, así es que el asombro pudo más que el miedo y prosiguió escuchando al hombre.
-Busque en donde están los sapos, -concluyó dándose la vuelta, -allí va a hallar lo que busca.
-Pero, ¿cuáles sapos? ¿Quién es usted? -Interrogó impactado por el inmenso parecido con Manuel Villa, el cojo de Río Frío.
-Eso no importa. -Respondió sin tomarse la molestia de voltear a verlo.
Las horas de los siguientes días se le hicieron eternas y desesperado intentaba resolver el acertijo. “¿Cuáles sapos? ¡Aquí no hay sapos!”, se repetía sin cesar.
-Sapos, sapos, sapos… ¡Lo tengo! ¡Se debe referir al árbol de zapote! ¡Sí, eso es! Es lo único que tiene sentido, -dijo complacido y de inmediato cogió pala y pico y comenzó a excavar.
Cuando se dio cuenta, la noche ya la había caído encima y a pesar de la enorme zanja que hizo, no halló rastro de nada. Fatigado, dio la vuelta y al recargar el pie para salir, su bota se hundió por completo. Pero, ¿qué es esto?, -se preguntó y comenzó a excavar la húmeda tierra. Mientras más profundo escarbaba, más mojada se sentía hasta que de pronto, tras arrojar un bulto más, en medio de la oscuridad, algo gris y gordo le brincó pegándole en el pecho. -¡Épale!, -gritó Carlos cayendo de espaldas, no tanto por el golpe, que en si fue suave, si no más bien por la sorpresa y el reflejo. Y ahí estaba, a un lado de su rostro, observando sus ojos azules. Era un tremendo sapo que después de “croar” volvió a brincar. Carlos se incorporó y tras luchar unos instantes más con la tierra, se abrió ante él un canal de agua subterránea en la que brincaban, incrédulos de ser descubiertos, un sinfín de sapos.
Carlos reía de contento golpeando al suelo una y otra vez, hasta que la pala chocó, metal con metal, provocando que se torciera la muñeca. Sin importarle, rápidamente cogió su lámpara de petróleo y sus ojos azules por fin pudieron ver frente a ellos el cofre anhelado.
No tardó mucho más en arrancar el candado, último resguardo de las monedas de oro y las incontables joyas. Entre ellas, encontró un pedazo de papel que decía: “Clodomira. Esconde en un lugar seguro este dinerito. Nos será de harta ayuda cuando acabe la revolución”.
La nota no estaba firmada, pero al encontrar, dentro de un morral que descansaba en el fondo del cofre, su cruz asturiana, dijo en voz alta: ¡Ah qué Manuelito Villa, después de todo uno nunca sabe para quien trabaja!” Ja, ja, ja.
Con gran esfuerzo, Carlos cargó el pesado botín y lo puso con sumo cuidado a un lado de su cama. Se sentía muy débil. “Mañana lo contaré con calma”, pensó recargando la cabeza en la almohada.
Como todos los viernes, Carlos y Efraín tenían que cantar en el restaurante del pueblo.
Efraín llevaba ya un rato tocando la campana de la hacienda y como su compadre no salía, decidió entrar. Carlos había muerto y a su lado yacía un cofre lleno de dinero el cual guardó harto agradecido, “caray compadre, mira que tenías razón; qué caray, pos ya estará de dios que yo te lo cuide”.
Efraín muy triste por su amigo, no quiso indagar si su muerte se debía a un paro respiratorio, al envenenamiento por el intenso olor que desprendían los metales o hasta a causa del espíritu de Manuel Villa. Sólo cogió el cofre y salió del lugar, no sin antes cerrar los azules y sorprendidos ojos de su querido Carlos que fíjamente parecían observar la cruz asturiana.