Cuando Ruperto llegó a la habitación 410 del Hotel Cadi en el que sabía que Emma, su esposa, se encontraba con su amante, traicionándolo, desenfundó la pistola fúrico. El coraje de tantos años de matrimonio y ahora descubrir que la muy perra le ponía el cuerno ¡y con Nicanor!, viejo amigo de la familia, combinado con los siete whiskys que había consumido, sumaban suficiente veneno para acabar con la vida de ambos sin la menor misericordia.
Unas cuantas horas atrás, estaba en la cantina “La Colorada” con su compadre Fidencio y le platicaba que el detective que contrató para salir de dudas ya le había dado suficientes pruebas: transcripciones de llamadas en un tono muy comprometedor y cursi; cientos de estúpidos mensajitos como si tuvieran quince años, con todo y las nefastas caritas que ahora traían los celulares; fotografías en restaurantes, cines y hasta en el Teatro de la Ciudad. ¿Cómo es que no se los había topado por ahí? ¿Cómo es que ningún conocido se lo dijo? Con lo pinche chismosa que es la gente. Estaba claro que el único idiota de la ciudad era él, el último en enterarse… ¡puta madre! Y para acabarla de hacer bonita, no era algo nuevo, no señor, era una relación que venía por lo menos de dos años atrás.
–Te lo juro Fidencio, –le decía con lágrimas en los ojos, –no sé cómo a Emma se le pudo ocurrir hacer algo así. Simplemente no me lo explico, la muy jija.
–Fidencio guardaba silencio y cuando la mirada penetrante de Ruperto le exigía una respuesta amiga, un apoyo, darle la razón, hasta hablar mal de su comadre, a cambio de ello, Fidencio sólo daba pequeños sorbos a su whisky.
–No manches pinche compadre. Tú conoces muy bien a Emma. Yo le he dado todo, la he respetado. Mira, mis hijos ya acabaron la carrera, yo los eduqué, a Hugo le pagué hasta el posgrado ese que me costó un ojo de la cara, ¿no me convierte eso en un buen padre? Nunca me desvelo, jamás le he puesto una mano encima, no soy de esos viejos que se la pasan en los tugurios dejando su dinero en las chichis de las viejas; vaya, ni siquiera apuesto… aparte de echarme mis tragos contigo, me la paso todo el día metido en casa viendo los partidos de fútbol, ¿es eso un pecado?
Pero ahora sí, ya se los cargó el payaso; ni se imaginan; sus horas están contadas, –agregó levantándose la camisa para mostrarle la Beretta 9mm que traía enfundada en la cintura, –los voy a venadear para agarrarlos juntitos, ¿así quieren estar, no? Pues juntitos se los va a llevar la chingada.
Fidencio se espantó porque nunca pensó que su compadre llegara a tanto, así es que esta vez sí se tomó la bebida completa de un trago y pidió otras dos a Tomás, el mesero.
–Compadre, ¡tranquilo! Ahora si perdiste la cabeza. Estás hablando de Emma, ¡tu mujer! ¿Cómo vas a matar a la mamá de tus hijos? ¡No inventes!
–¡Pero no estás viendo lo que me hizo! ¿Qué carajos quieres que haga? –Refutó jalándose el poco pelo que le quedaba.
–¡Pues divórciate y ya! ¡A otra cosa! Sé civilizado…
–Lo dices tan fácil porque no es tu mujer la que se está revolcando con otro wey.
–Mira mano –le dijo en tono bajo, conciliador, sobando su brazo–, no puedes obligar a Emmita a que te ame. ¿Te has puesto a pensar si tú no tendrás parte de la culpa?
–A chinga, ¿y yo cómo, por qué? ¿De qué lado estás? ¡Vete al carajo! –Estalló Ruperto arrojando la mano de su compadre con todo y los vasos de la mesa. ¡No te acabo de decir cómo me porto! ¡Qué yo ya no ando por ahí cogiéndome a nadie! No, Fidencio, lo que me está haciendo Emma no tiene madre y van a pagar los dos, –remató incorporándose.
–A ver, a ver, tranquilo, relájate, ven, siéntate… ¡Tomás! ¡Tráete otro par de Etiquetas Roja que ya ando medio pedo y se me acaban de caer de la mesa.
Le hubiera encantado refrescarle un poco la memoria y decirle sus verdades, como por ejemplo que si no tenía amigas era por la sencilla razón de que nadie lo soportaba, pero con el genio que se cargaba, estaba imposible, así que mejor intentó apaciguarlo.
Al volver a sentarse, Ruperto escondió el rostro entre sus brazos y así se quedó un buen rato, recostado en la mesa. Fidencio no hizo el menor ruido esperando que su compadre se durmiera un ratito para aplacar el coraje. Hasta miedo le daba que le diera un infarto de ver como se ponía de colorado y las venas le brincaban a punto de reventar en cada nueva frase que mentaba. Pero la suerte no estaba ese día de parte de ninguno de los dos. Fue el teléfono celular el que lo sacó de su letargo.
–¿Quién es? ¿Qué pasa? –dijo por el auricular en un tono más apagado, sin embargo, de inmediato volvió a ponerse como loco. ¡Jijos de su pinche madre! ¡Voy para allá!
–¿Qué pasa Ruperto? ¡Qué pasa!
–Que los dos gorrioncitos están entrando en su nido de amor precisamente en este momento. El detective los acaba de ver…
Ruperto puso la mano sobre la cacha de la pistola y no hubo poder humano que le impidiera salir a empellones de “La Colorada”.
De los nervios, de milagro no chocó su viejo Malibú en el trayecto. Al llegar al Hotel Cadi, extrajo un cargador adicional de la guantera y se cercioró de que su Escuadra estuviera lista para usarse. Para no ser descubierto, entró sigilosamente y subió por las escaleras hasta el cuarto piso. A esa hora de la tarde no se veía ni un alma en el hotel. Con el corazón bombeando como nunca antes en su vida, desenfundó el arma, pero las manos le sudaban tanto que se le resbaló. Para su suerte, la alfombra del pasillo aminoró el golpe haciéndolo casi inaudible. La sujetó de la cacha y fue caminando muy despacio en busca de la habitación que se encontraba hasta el fondo del pasillo, antes de la salida de emergencia que daba a la azotea del edificio… la 410.
Al llegar a la puerta, apuntó su Beretta para volar la chapa y justo en el instante en que iba a jalar el gatillo, escuchó la voz de su esposa mencionando su nombre…
–Ruperto en el fondo no es un mal hombre. Quizá me pudiera escuchar y hasta entender. Sobre todo cuando sepa que nuestros propios hijos me apoyan. No recuerdo si te conté que cuando mi esposo andaba con su secretaria, –la tal Berenice aquella, que no conforme con quitarme al marido, cada que estaba con él me hablaba para burlarse de mí–, fue mi propio hijo, Huguito, quien me dijo que si estaba con él por amor a mis hijos, que no me preocupara por ellos y que lo mandara al cuerno.
–¿Berenice? ¡Berenice! –Pensó Ruperto, –pero si eso pasó hace ya más de 6 años, ya ni me acordaba… además, le pedí perdón a Emma y hasta corrí a Berenice… ¿qué más quería?
–Así tal cual me lo dijo, –continuó Emma, –y ¿sabes qué? Hugo tenía razón, no dejé a Ruperto por ellos; aún eran unos adolescentes y no quería estropearles la vida.
–Y decidiste sacrificar la tuya a cambio de que crecieran en un hogar con sus dos padres… –dijo la voz masculina que la acompañaba.
–¡Es Nicanor! –Pensó Ruperto y exasperado apuntó de nuevo a la chapa para volarla, sin embargo, la voz de Emma lo volvió a paralizar.
–Sí. Y fue un gran sacrificio. A ti te lo he confesado y agradezco que seas tan comprensible y cariñoso, te juro que gracias a tus consejos no me quité la vida. No sabes el asco, la repulsión, de tener que tolerar que llegara todas las semanas, apestando a alcohol, a meterse a mi cama y… –Emma no se pudo contener y comenzó a llorar, –tener que soportar la vejación de ser manoseada, tantas y tantas veces, ¡me sentía violada y no decía nada, me tragaba mi propio llanto! ¿Sabes que una vez me lastimó de tal manera que cuando se durmió me encerré en el baño dispuesta a tragarme el frasco de pastillas de un tirón para de una buena vez acabar con todo… y gracias a que recibí un mensaje tuyo en ese momento, no lo hice?
Ruperto, abatido, se desvaneció hasta quedar sentado, recargado en la puerta. Su llanto era intenso, por lo que cubrió su rostro con las manos para acallarlo y no ser descubierto.
–En serio Nicanor, lo de Berenice yo lo supe muchísimo tiempo antes que nadie. Te digo que la muy desgraciada me llamaba. Lo que ninguno de los dos sabía, es que yo estaba feliz con la idea de que tuviera una amante porque por lo menos así, a mí casi ni me molestaba, pero cuando lo llegaba a hacer me transmitía quien sabe que tanta cantidad de infecciones.
–No sé si convenga hablar con él. Mira, yo te ofrecería hacerlo, finalmente tú sabes bien que mi intención jamás fue hacerle daño a Ruperto. En algún tiempo también lo estimé y mientras estuvieron bien, fui incapaz de acercarme a ti; si ahora estoy contigo fue porque al ayudarte, sin imaginarlo, terminé enamorándome de la gran mujer que eres. Lo he platicado cientos de veces con su compadre Fidencio y aunque nos da la razón, opina que Ruperto nunca lo entendería.
–Olvídalo. Ni soñando te escucharía.
Ruperto estaba totalmente derrotado… ¡hasta Fidencio, su compadre, a quien consideraba su mejor amigo, lo sabía! Tenía ganas de vomitar y él mismo se causaba repudio.
–Y te diré algo más, –agregó Emma en el tono más triste jamás escuchado. Tanto, que Ruperto tuvo que pegar su oído a la puerta para alcanzar a escucharla. –Todo lo que te he dicho lo pude soportar, pero hay algo intolerable, humillante, depresivo… su vida. Es lo más triste y vacío que pueda existir… que Dios me perdone, pero no es más que un pobre diablo.
Las palabras que seguían saliendo de la habitación 410 ya no fueron escuchadas por Ruperto. Él, simplemente se puso de pie, se restregó la cara con la mano para hacer a un lado las lágrimas y cual fantasma, caminó hasta salir por la puerta de emergencia rumbo a la azotea. Al llegar a la orilla, se subió a la cornisa y sin siquiera mirar abajo, colocó la Beretta en la sien y jalo el gatillo… ¡PUUMMMM!