El primer recuerdo que tenía de él mismo, fue la mañana en la que su madre, tras mirarlo unos segundos más de lo habitual, arrastró la puerta de lámina y sus pasos la condujeron a un lugar del cual nunca regresó.
Para sus escasos tres años de vida, el raciocinio no le daba mucho paso a la comprensión y esto le servía como una especie de anestesia contra el dolor del abandono.
A su padre nunca lo conoció y por eso, los chavos que vivían con él en el diminuto cuarto de tablones de madera, eran toda la familia que poseía. Ni siquiera tenía un dios a quien reclamarle.
Así creció; comiendo lo que le caía y rodeado de ese ambiente de inmundicia, droga y alcohol.
Un señor al que todos llamaban “el sebo“, por la enorme barriga que le desbordaba debajo de la camisa, cada mañana lo llevaba a un crucero de la ciudad y lo obligaba a vender dos cajas de chicles diarias. Antes de oscurecer, el Sebo lo recogía y después de arrebatarle el dinero y lo que sobraba de mercancía, le daba un par de monedas que apenas le alcanzaban para una torta, un refresco y algo más.
Al llegar al cuarto, agotado, se hacía un hueco entre sus compañeros y se recostaba para quedar de inmediato profundamente dormido.
Le gustaba quedar cerca del “Vampiro”; era el mayor del grupo y sentía cierta protección con él ya que lo trataba bien. Había veces, incluso, que platicaban ya cuando todos los demás dormían o estaban semi inconscientes por tanta marihuana.
–Renacuajo, –le decía–, ¿sabes por qué te apodan así?
–No se, Vampiro, ¿tú, sí?
–Cuando estabas rete chamaco, que ni caminar podías, tu mamá te dejaba en ese rincón de allí y se salía toda la mañana. Entonces, comenzabas a llorar y a dar de vueltas, tantas que acababas sin cobija, todo encuerado.
–Y eso, ¿qué?
–¡Pos tu panzota, Renacuajo! Estabas más flaco que un cerillo pero parecía que traías un globo inflado por dentro. Y eso no es todo, nos dimos fijón que eras un renacuajo porque terminabas revolcado en el lodo, entre otros renacuajos de verdad ¡Y hasta te los comías! Pero al rato ahí andabas pegando de gritos por el dolor de barriga, ¡Ja, ja, ja!
No importa lo que me contara, siempre acababan riendo, antes de dormir.
Una noche lo zangoloteó de las greñas y al mirarlo, le preguntó:
–¿Por qué duermes tanto, Renacuajo?
–Me gusta soñar, –respondió sin pensarlo–. Es lo mejor que tengo. Cuando duermo nadie me golpea, no tengo hambre y, a veces… –hizo una pausa–, hasta veo a mamá.
El Vampiro lo observó pensativo, y le confesó: –Renacuajo, voy a morir y tú tienes que largarte de aquí.
–¿Qué dices, Vampiro? No te entiendo.
–Sólo vete, Renacuajo, no lo olvides. Ah, por si te interesa saberlo, tu nombre es Facundo, así te llamas.
El Vampiro murió por la madrugada y su cuerpo lo fueron a aventar al parque en cuanto empezó a apestar, así lo hacían con todos y nadie decía ni preguntaba nada.
El Renacuajo siguió ganándose el pan, a veces pidiendo dinero, otras lavando carros o ayudando a cargar costales en el mercado.
A él no le gustaba drogarse como al resto del grupo y es que las veces que lo hizo se sentió muy mal y devolvió lo poco que comía y ya que se acababa el efecto del “pazón” hasta golpes le salían por todas partes; aquella vez que estaba en el parque y que sus compañeros sacaron el cemento, salió huyendo y como su madre y el Vampiro, jamás regresó.
Por fin había entendido el mensaje del Vampiro, así es que buscó chamba hasta que le dieron de ayudante de barrendero.
Pensaba que su recién estrenada adolescencia, le había traído de regalo un estómago extra porque tenía más hambre que nunca; por fortuna, el trabajo, aunque muy pesado, por lo menos le daba para comer.
Desde tempranito, colgado de la parte trasera del camión, recorrían las calles. El Renacuajo, en cada esquina, bajaba rápidamente, sacaba las bolsas del tambo de basura, las arrojaba al camión y se tenía que trepar a toda velocidad antes de que el camión lo abandonara como le había sucedido tantas veces al principio.
Ahora ya tenía más destreza, pero en esas mañanas de agosto, el cielo parecía venirse abajo de tanto que llovía. El Renacuajo se sentía muy agotado, con el cuerpo cortado y, mientras el aguacero lo bañaba, no cesaba de sudar frío. Fue en una de esas ocasiones cuando al intentar jalar uno de los botes, la fiebre le nubló la vista y cayó de bruces sobre la banqueta. Las bolsas de basura rodaron junto con él y un trozo de lata le abrió la espinilla.
El Renacuajo se arrastró hasta quedar recargado en la pared y mientras veía alejarse al camión, escondió el rostro entre sus piernas y comenzó a llorar. ¿Por qué es tan miserable la vida conmigo? ¿Por qué? –Reclamó al aire.
Una muchacha que había visto todo, se acercó y le ofreció una servilleta.
–Ten, estás sangrando de la pierna…
El Renacuajo levantó el rostro para mirarla. Jamás nadie había hecho algo así por él, mucho menos una mujer.
–Gracias, –alcanzó a decir mientras se limpiaba.
La muchacha tomó su bolsa del mandado y comenzó a caminar por la banqueta.
El Renacuajo se paró de inmediato y la alcanzó. Por su trabajo del mercado, sabía que a las mujeres les gustaba que les ayudaran a cargar sus bolsas.
–¿Quiere que las lleve? –Le preguntó.
–Bueno, –dijo ella mostrando levemente sus dientes.
Caminaron un par de calles más sin decir gran cosa, hasta que ella lo detuvo.
–Aquí vivo. ¿Me das mis bolsas?
–Este…. sí… tome.
–Me llamo Alida Corral, ¿Y tú?
–Yo soy “el rena…”, este… ¡Me llamo Facundo!
–Bueno, Gracias por ayudarme. –Le respondió y se introdujo en la casa.
El Renacuajo se fue feliz e iba repitiendo por la calle: “¡Soy Facundo! “ ¡Ese es mi nombre! ¡Me llamo Facundo!” Nunca se lo había dicho a nadie y casualmente tampoco jamás notó que vivos y alegres eran los colores de las mariposas que salían a juguetear una vez que la lluvia paraba.
El Renacuajo comenzó a frecuentar a Alida. La interceptaba cuando salía por las tortillas o cuando la mandaban a la tintorería.
Un domingo, Alida lo llevó a una tardeada. De pronto, en cierta melodía, lo tomó de la mano y comenzaron a bailar y ni el nerviosismo ni el exceso de torpeza opacaron el momento. Facundo cerrando los ojos, recargó su cabeza en ella y no supo si fue el olor a flores que despedía el cuerpo de Alida, o su tibieza o quizá la canción, lo que le hizo descubrir que por primera vez, le sobraban motivos para vivir.
Acarició la esperanza de que Alida se convirtiera en su mujer, pero sufría al pensar en cómo conseguir una sortija para regalársela; soñó en que quizá podrían alguna vez ir juntos a la iglesia. Ella le prometió que le presentaría a dios.
Antes de que se acabara la música, todavía alcanzó a imaginar algo extraordinario que jamás se le había ocurrido: en la posibilidad de tener un hijo; un hijo que no creciera huérfano de estudios; un hijo que corriera tras la pelota y lo mirará sin temores por la mañana; un hijo con nombre y apellido: Facundo Corral.