La reputación del ingeniero Arturo de la Garza era ampliamente conocida por el cuerpo directivo de la Volkswagen. Durante sus 16 años en la empresa, el ingeniero Arturo había pasado por varias áreas y su actual experiencia lo convertía en la persona indicada para ir a la Ciudad de México a negociar con los alemanes, asuntos relacionados a la nueva línea de autos que estaban a punto de lanzar.
En cuanto le dieron la noticia, feliz, se dirigió a su casa en Puebla y eligió el traje azul con la corbata a rayas. Le dio risa recordar que, en el último diplomado de Mercadotecnia, el asesor recomendó ese color de saco como el ideal para acudir a una cita de negocios.
–¡Guau!… ¿Se puede saber a dónde se dirige este caballero tan apuesto? –exclamó su esposa al encontrarlo en el recibidor de la casa.
–A una importante reunión en el Distrito Federal. –Ya lo sabes, se iría a pique, así que mejor que me dé prisa.
La señora De la Garza lo besó y dándole la bendición le recordó:
–¡No uses el estéreo a todo volumen en la carretera, es peligroso!
El ingeniero Arturo le hizo una seña con la mano y en cuanto tomó el periférico ecológico rumbo a la autopista, sacó de la guantera el disco de “Las cuatro estaciones de Vivaldi” y acto seguido oprimió el botón del volumen hasta aparecer la palabra “Máximo” en la pantalla.Vaya que disfrutaba el paseo. Le parecía todo un placer manejar su Passat gris mientras escuchaba cada pasaje del concierto, le emocionaba, en especial, el cuarteto de violines. Conocía el camino a la perfección, así que, al entrar a la zona de curvas, bajó un poco la velocidad. Había llovido y los ríos de agua que se formaban convertían la carretera en una auténtica pista de hielo. Después de una larga recta, nuevamente frenó con motor y al entrar a la pronunciada curva, pegado al carril de baja velocidad, se llevó tremendo susto. Una señora se puso prácticamente frente a él, haciéndole señales para que se detuviera. El ingeniero Arturo paró de inmediato el auto. Con tristeza vio la marca de dos neumáticos que dibujaban su trayectoria hacia un lado de la autopista; después se apreciaba la barrera de contención partida por la mitad; era evidente lo que estaba sucediendo. La señora llegó hasta él y le imploró:
–¡Por favor, señor! ¡Le ruego que me ayude, nos salimos de la carretera y caímos al precipicio!
¡Ayude a mis hijos, están atrapados! ¡Corra, por piedad, les queda muy poco tiempo!
–¡Tranquilícese señora! Pediré ayuda y vamos a rescatar a su familia. Usted quédese aquí.
El ingeniero De la Garza avanzó unos pasos por la ladera y se detuvo cuando divisó varios metros abajo, hasta el fondo, entre los árboles, una camioneta; estaba volteada y por su estado, pensó que sería muy difícil encontrar alguien con vida. De inmediato marcó por su teléfono celular a la línea de emergencia y una vez que dio los datos de su ubicación, volteó hacia arriba y aunque ya no vio a la señora, le gritó: ¡no se preocupe, ya viene una ambulancia! Luego, continuó cuesta abajo hasta que se topó con el cuerpo de un hombre. Seguro, al dar marometas el coche, había salido expulsado.
Se acercó a él para ver si aún respiraba, pero no. Tampoco tenía pulso. En ese momento, oyó el chillido de una sirena y observó a varias personas bajando por el sendero.
–¿Qué pasó? –preguntaron.
–¡Un accidente! Este hombre está muerto, pero la señora dice que sus hijos se encuentran aún con vida en la camioneta. ¡De prisa, tienen que salvarlos!
Los “Ángeles Verdes” corrieron hasta la camioneta y uno de ellos le gritó a sus compañeros:
–¡Apresúrense, la herramienta! ¡Hay dos niños atrapados todavía con vida!– El ingeniero Arturo se sintió aliviado al saber que rescatarían a los pequeños, así que de inmediato subió para comunicarle a su madre la buena noticia. Al llegar a la carretera, se encontró con una gran cantidad de autos, patrullas, ambulancias y un sinfín de civiles. Buscó entre ellos a la señora, mas no la localizó. Se detuvo por un momento fuera de su auto para recuperar la respiración, pensando que quizá estarían atendiendo los paramédicos a la desafortunada madre.
–¡Señor, señor! ¿Podría darnos más detalle del accidente? El ingeniero Arturo volteó y le dijo al policía de caminos:
–Cuando yo llegué ya había sucedido el percance. No sé más.
–Pero, ¿cómo pudo verlos, si la camioneta está hasta el fondo del barranco?
–Ah, es que su madre estaba parada a la mitad de la carretera y me detuvo justo cuando pasé por aquí.
–¿Madre? ¿Cuál madre?
–La señora del vestido azul, ella fue la que me avisó que sus hijos estaban aún con vida atrapados y me solicitó que pidiera ayuda.
Un paramédico que escuchaba la plática se aproximó a ellos y dirigiéndose al ingeniero De la Garza, le dijo:
–Eso es imposible, amigo.
–¿A qué se refiere?
–Acabamos de localizar el cuerpo de la mamá de los niños y, en efecto traía un vestido azul.
Desafortunadamente fue la primera en fallecer. Siento decirle que murió instantáneamente, ya que, al precipitarse la camioneta al barranco, uno de los cristales la degolló.
–¡No puede ser! Estoy seguro de lo que vi –respondió molesto el ingeniero Arturo.
–Si quiere comprobarlo por usted mismo, el cadáver se encuentra en aquella camilla.
Arturo De la Garza vio el mismo vestido, el mismo rostro de la mujer; sin embargo, las facciones
ahora se mostraban tranquilas, imperturbables. Su alma descansaba.
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