Fue en el verano de 1977 cuando conocí al elefante Lolo. La llegada del circo marcaba el inicio de las vacaciones y los niños acudíamos presurosos a ver qué novedades nos deparaba.
Todo era alegría, porque salir a jugar en esas épocas sabía a gloria. El punto de reunión era el parque de enfrente de mi casa y sin importar a qué hora llegaras, siempre estaba lleno de niños con pelotas, canicas, avalanchas, bicicletas y patines.
Los pantalones preferidos eran los que tenían más parches; la pelota consentida, la que había resistido más ponchaduras y lo más valioso de una bicicleta, a cuantos amigos pudiera cargar. Cada tarde, nos acompañaban nuestros inseparables perros; uno que otro chaval traía al suyo, pero la gran mayoría pertenecía a la calle. Para todos, chicos y perros, era un suculento placer compartir el agua directa de la manguera. Doña Azucena nos la prestaba y reía y reía a carcajadas viendo cómo nos formábamos para tomar el líquido y luego dárselo a los canes. Finalmente, nos recostábamos bajo la sombra de los árboles a soñar despiertos.
Esa mañana, Miguel y Humberto llegaron a mi casa y en lugar de tocar el timbre, como era su costumbre pegaron dos chiflidos. De inmediato salí por la terraza y de un brinco llegué hasta ellos. Mi hermano Gerardo los acompañaba.
–Vamos al circo, ¿quieres venir? –me invitó Miguel.
–Clarines –respondí.
–Pues, órale. En marcha.
Caminamos hasta la esquina y ahí, al fondo, ya se divisaba la enorme carpa. ¡Qué emoción vivir el circo como si fuéramos parte de él! Porque en toda la temporada, sólo una vez entrábamos con boleto pagado por nuestros padres, y esa función la dedicábamos a detectar el punto más recóndito de la carpa, por el que después entrábamos una y otra vez como polizontes, a disfrutar el espectáculo.
–Mira, –me comentó Humberto–, ése es el elefante Lolo, ayer me dijo su entrenador que así se llama. Tiene 30 años y es muy mansito, ¿ya ves cómo la gente se acerca y lo acaricia?
–¡Qué grande es! –respondí, sin dejar de admirar cómo una mamá tomaba la mano de su pequeño nene de brazos y la paseaba por el rasposo lomo de Lolo.
Al acercarse la hora de la comida, las personas comenzaron a retirarse. Humberto y Miguel tomaron unas piedras pequeñas para molestar al elefante. Lolo intentó huir, retirándose hasta donde la cadena que lo ataba a su pata trasera, lo permitió.
–A ver si le das en la oreja, Alex; anda, inténtalo, –me dijo Miguel.
Me agaché y capturando un puñado de piedritas, las fui disparando, una a una.
–¡Ya déjenlo! –gritó Gerardo–. Mírenlo como está de enojado.
–No pasa nada, –respondimos y seguimos arrojándole objetos, aunque se veía que Lolo no la estaba pasando nada bien. Me acerqué un poco más para tratar de atinarle mejor y en una de tantas sacudidas de su gran cabeza, me pareció que me estaba mirando, pero fue demasiado tarde porque ya había lanzado el proyectil y fue a dar justo en su rostro. Lolo hizo un
tremendo ruido y levantó ferozmente su trompa. ¡Ay, nanita! Soltamos tremenda carrera y comprendimos que era momento de regresar; había que comer y por la tarde la aventura de verano continuaría; sin embargo, camino a casa nos sorprendió un fuerte aguacero y llegamos escurriendo como sopas.
Después de comer, raro en mí, me quedé dormido. Al despertar, mi madre me tocó la frente y con esa tierna mirada que no podía ocultar ni en sus casos más urgentes de consternación, me reclamó:
–¿Ya ves? ¿No te dije que no te mojaras? Mira nada más que resfriado pescaste. Hasta fiebre tienes.
Cinco larguísimos días de mis vacaciones tirados al caño, con gripa y tos. No puede ser. Moría de rabia al escuchar los chiflidos de mis amigos y, por las tardes, pegaba mi rostro a la ventana y se me perdían las horas observando como rebotaban las gotas en el cristal. Al finalizar las tormentas, volaban las pequeñas golondrinas como ráfagas frente a mí y el sol todavía ni lanzaba su primer chispazo cuando el parque se convertía nuevamente en un hervidero de chiquillos.
–¿Ves lo mismo que yo? –preguntó mi madre al descubrirme en la ventana.
–¿Qué cosa? –respondí intrigado.
–Como que a ese parque le hace falta algo, ¿verdad?
–¿En serio? ¿Qué cosa?
–¡Pues tú! Yo creo que ya estás mucho más repuesto, así es que si me prometes usar tus poderes para que la lluvia no te vuelva a sorprender… ¡mañana mismo quedas libre!
–¡Gracias, mamá! ¡Eres la mejor! –dije abrazándola.
Dos chiflidos fueron suficientes para salir tras mis inseparables amigos. Los alcancé ya casi llegando al circo.
Esta vez, poca gente estaba observando al elefante Lolo. Miguel y Humberto comenzaron a molestarlo. Yo preferí mantenerme al margen y sólo veía como Lolo movía su cabeza de un lado a otro mientras columpiaba sus enormes orejas. Así pasaron algunos instantes en los que probablemente la confianza me llevó a un lugar menos seguro. El momento fue fugaz, Lolo me clavó sus pequeños ojos, pero su mirada era tan poderosa como la fuerza con la que arrojó hacia mí su larga trompa. El golpe fue certero. Estalló en mi frente y salí volando varios metros atrás, afortunadamente lejos del alcance de sus pesadas patas con las que intentó pisarme.
Mis amigos y la gente me rodearon y fue hasta que escuché la voz de un señor que recobré el sentido:
–Parece que sólo fue el golpe, niño. Corriste con suerte, si no es por tus reflejos que te hicieron bajar la cara, el impacto hubiera asestado justo en la garganta y otra sería tu historia.
–¡Déjelo en paz! –reclamó mi hermano Gerardo mientras me ayudaba a parar. Después nos retiramos y, poco a poco, fui recuperándome.
Por la tarde, sólo me quedaba un poco de dolor de cabeza y el cuello medio torcido; salí a caminar y mis pasos me llevaron otra vez con Lolo. “Vaya, compañero, ¿conque es cierto eso de que los elefantes tienen muy buena memoria, eh?”, pensé mientras lo veía. Al parecer no había notado mi presencia, sin embargo, en cierto momento me agaché y él giró su cuerpo hacia mí intempestivamente. Seguro pensó que quería tomar alguna roca para arrojársela, pero lo único que hice fue amarrar mi agujeta. Al levantarme, de nuevo posó sus diminutos ojos en los míos y sin más ni más, detuvo el contoneo de su trompa y simplemente me dio la espalda. “Creo que ahora estamos en paz, Lolo”, le dije tocando su costado. Un trueno surcó el cielo y mi cabello comenzó a volar mientras corría a toda velocidad de vuelta a casa.