Cada día, cuando don Hipólito Reina salía a la calle, pensaba que al mundo no le caería mal una manita de pintura para darle vida a ese tono gris que solía lucir. Sin embargo, la mañana del lunes primero de agosto vio un cielo reluciente, claro y sin nubarrones. Había tenido un fin de semana excepcional y aunque quisiera, no podía ocultar su felicidad.
El sábado por fin pudo conocer a Juventino, su pequeño nieto de tres años. Lo veía con gran orgullo y un silente agradecimiento ya que por él, su hija llegó a superar el que don Hipólito la echara de la casa al enterarse de que iba a ser madre soltera. Don Hipólito jamás pudo perdonarse así mismo el arranque de ira que lo hizo perder la cabeza y darle la espalda a la menor de sus hijas, justo cuando más necesitaba de sus padres. “¡Lárgate de aquí, escuincla! ¡Todavía ni cumples 19 y mira nada más tu gracia! ¡Has ensuciado nuestra casa, vete ya!”. Con esas palabras don Hipólito vio marcharse a su hija y en estos casi cuatro años, por más que sufría de arrepentimiento, le faltó valor para buscarla y disculparse. Pero este sábado, sin siquiera anunciarse, el milagro ocurrió. Fue él mismo quien abrió la puerta y sin mayor explicación, padre, hija y nieto, se abrazaron felices del encuentro.
Luego, el domingo, Lupe su esposa, le preparó de comer la “pancita” que tanto le gustaba y don Hipólito la acompañó con unas cervecitas que le supieron a gloria.
Por eso, hoy lunes, don Hipólito no mostraba ese rostro arrugado de siempre. Se levantó a las 5:30 de la mañana y zambulléndose en su uniforme azul, abrochó el cinturón con la pistola, se colocó el chaleco antibalas y finalmente le dio una limpiadita a la placa que portaba su pecho. “A pesar de tus 59 años, no luces tan mal, viejo…” se dijo viéndose al espejo.
Al salir a la calle, tomó el metro para bajarse en la estación de Revolución. Tenía cerca de dos años que la corporación lo había asignado como custodio de un banco de San Pedro de los Pinos. Al principio se sintió un poco relegado ya que era evidente que por su edad lo mandaban a una zona de las consideradas de bajo riesgo, pero no tardó mucho en agradecerlo porque, tras una década completa en el barrio bravo de Tepito, sus ojos habían visto de todo y varias veces salvó el pellejo de milagro. -Es mejor, -pensó, -creo que es momento de llevar una vida menos agitada.
Así transcurrieron los últimos meses, aburridos, sin novedad en el frente.
A las 11:45 de ese lunes, el sol veraniego lo envolvía a plenitud. Don Hipólito, descansaba su peso sobre la pierna derecha; desde su formación policíaca, las largas horas que pasaba de pie, lo convirtieron en experto en distribuir cada gramo de su cuerpo a un punto diferente de apoyo, sin perder la posición de firmes.
Justo detrás de un camión de pasajeros, fue que aparecieron los dos hombres frente a él. Los pasamontañas que portaban no eran necesarios para saber las terribles intenciones que reflejaban sus chispeantes ojos.
Se escuchó un estruendoso ruido y don Hipólito sintió un violento golpe en el pecho. El chaleco impidió que el impacto penetrara, pero de cualquier modo, lo arrojó de espalda al suelo. Don Hipólito se sentó y tras un segundo impacto, como ráfagas, se agolparon en su mente imágenes de toda su vida. Fueron segundos pero ahí estaba él de niño comprando un globo en la feria del pueblo; al fondo, la rueda de la fortuna giraba dejando estelas multicolores. Ahora vestido con una corbata color vino que le estrangulaba, observaba el tono ocre que lucía la espalda de Lupita mientras caminaba al altar, en el día de su boda; el nacimiento de su primer hijo; Lupe cuidándole las quemaduras de sol en su viaje a Cuautla: Después, se veía cargando a su nieto y dándole un gran sorbo a su plato de “pancita”. Don Hipólito no terminó de comprender el porqué desfilaba su vida entera ante él, como si estuviera en una sala de cine, hasta que retiró su mano del cuello y observó el potente chisguete de sangre que emanaba.
Semi inconsciente cayó de lado y su vida, lentamente, se trepó en el charco rojo que buscaba surcos en la acera, para marcharse como en una procesión, callada, sin prisa.
Del banco únicamente salió un solitario ladrón; tropezó con el cuerpo de don Hipólito pasándole por encima. En su mano llevaba el botín: siete mil quinientos pesos.
El martes, en el noticiero matutino, Carlos Loret de Mola, discutía con la cámara de televisión, si al Distrito Federal se le debía llamar “La ciudad de la esperanza” o “La ciudad del miedo”. “Es un problema político, aquí no pasa nada”, decían las autoridades.
Tras el corte comercial, apareció una nota de no más de doce segundos. El locutor decía: “En atraco bancario en San Pedro de los Pinos, muere policía y un ladrón resulta herido; cómplice huye con el botín”.
La nota le hubiera dolido a don Hipólito más que el propio pisotón del homicida, mucho más que las interminables horas de pie en el cumplimiento de su deber y es que el locutor olvidó mencionar que don Hipólito no jugaría más con el pequeño Juventino; tampoco, que ya no tendría oportunidad de visitar a su madre en el pueblo; mucho menos que había dejado incompleta la partida de domino con su hijo Felipe.
-¡Ruvalcaba! -Gritó el burócrata a su compañero. -Pásame el reporte del día que ya son las siete.
-Déjame ver… Hoy martes hubo siete homicidios y cuatro muertes naturales. Ah, y el policía de ayer, el del banco.
-¿Quién es?
-Es el número 68.
-Gracias, ya con eso termino la estadística, ¿te apuntas al cine? Tengo boletos para la función de las nueve.