Recuerdo ese viaje del Puerto de Veracruz a Xalapa, como cuando inicia una típica película gringa. La familia perfecta subiendo a la camioneta para ir a pasear. Nuestros hijos Ale y las dos nenas, en una edad preciosa, quizá de diez, cinco y un año. Elibel y yo, felices. La misión, ir por una mascota para las niñas.
Hacer estas compras era muy divertido porque en la familia existía el “código compra”, el cual consiste en que prohibía al ala femenina la menor expresión de ilusión, comentario o gritito delator ya que eso echaba a perder cualquier intento de negociación. Lo más que tenían permitido era usar ese lenguaje mudo ¿ya sabes? Cuando se voltean a ver y sin importar las millas de distancia que las separen se dicen algo gesticulando con la boca y, sin emitir el menor sonido, se entienden al cien; lo permitía porque sabía que, para un hombre, así estemos a centímetros, jamás logramos captar ni madres.
Al ver la camada de cachorritos chihuahua, para la familia entera mantener la cara de “no hay pedo, aquí no pasa nada”, fue todo un logro; sabíamos que si nos volteábamos a ver nos ganaba la risa, así que todos, aguantando la respiración y con vista al frente, salimos y ya en la calle los gritos de las niñas tronaron a coro ¡están divinos! ¡anda papá, cómpralo! Entonces, surgía de mi esa gruesa voz de líder de la manada y ceja izquierda al aire, disparaba: “ahora sí familia, esperan aquí que voy a negociar”.
Regresar con el perro (o lo que fuera esa ratita) y contar todo el camino de regreso cuanta lana le bajaste al precio, era la ley; aunque así fueran cien pesitos, el chiste es que la familia viera que chingón negociador tenían en casa.
Lo que nadie esperaba a mi salida, fue que de la caja saliera, aparte de su hembrita color miel, otro wey negrito súper bonito. Resulta que cuando fui por la hembra, del fondo brincó este personajazo y rompiendo cualquier código de macho alfa, solté un “nooooooo” tan puñal que hasta mi boca se suspendió en forma de O mientras mis ojos contoneaban de lado a lado intentando que nadie descubriera tal joya. Mi ágil mente de inmediato me instruyó: “éste, nadie te lo chinga”. Rápidamente recuperé el rostro de negociador, alcé la ceja, apunté y ¡boom!: “y si me llevo la parejita, ¿cuánto me rebajas, compa?” Creo que ni escuché la respuesta, solo dije, “¡va! Échame al negrito también”.
Entonces llegué al carro, imagínense qué pinche tamaño de héroe, Khal Drogo era un ñango junto a mí, haber rebajado el precio, y ¡hasta con la parejita! Sí, un macho cuya labor iba a ser complicada, pero no imposible, demostrar que, en el tema canino, también había machos en casa. Jaja, ¿a poco no les pasa a ustedes en que llega un momento del matrimonio que tú ya no escoges ni tus pinches calcetines, carajo? Así me pasó con el tema canino… solo la primera fue mía, una hermosísima bóxer que también tiene su propio Andares “La Chata” y no es por nada, pero no se lo pueden perder (andaresblog.com); el caso es que estábamos recién casados y yo creo que por eso mi esposa ha de haber dicho “este wey está nuevecito como para darle en la madre a su inocencia, pobrecito”, así que me dio chance de comprar mi bóxer y, hasta pasado unos días me di cuenta de que ella había escogido el sexo. Entonces recordé que mí “¿y yo pa’ que chingaos quiero una hembra?” fue humillantemente derrotado por su “no quiero un perro meando los muebles de la sala, los machos son muy cochinos”. Tiempo después, la Chata se marchó y, a partir de ahí, lo único que desfiló por dos décadas fueron cosas peludas de escasos 10 centímetros de altura, peinaditos, perfumados y con moñitos por doquier.
Y para colmo, mi joya, el pobre señor Benjamin Button, como bauticé al chihuahua negro, resultó que su color era porque tenía una extraña enfermedad que, tal cual el personaje de Brad Pitt, había nacido viejo y murió de volada.
Así que esta amiguita chihuahua vio libre el camino y aprovechó para romper cualquier estándar. Me cae que no eran ganas de molestar, se ponía solita. Es que era la cosa más ridícula que pudiera existir. Siempre temblando, lloriqueando a la menor ventisca, los ojos desorbitados mal pedo y tan rojos que parecía que andaba pacheca. Por molestar les decía “oigan, chequen esa perra ¿no se habrá sentado en algo y se le quedó ahí atorado? Esos ojos no son normales, parece como si se la estuvieran trabando todo el tiempo …” Mis estupendas bromas eran recibidas con miradas fulminantes del bando femenino y carcajadas de mi hijo Ale.
Entonces, como buen padre de familia dominado, decidí retirarme del tema perruno hasta que una maravillosa tarde, mi esposa me recibió con la noticia de que le habían regalado otro can. Al verlo, no me causó ningún efecto, otra pincha chaparrita. Al pasar los días la fui conociendo y vaya sorpresa que me llevé, la perra más inteligente que había visto en mi vida. Investigué de su raza y caray, los Jack Russell, entre otras monadas, acaparaban los mejores papeles de películas y comerciales de marcas para TV por su inteligencia y gracia. Natasha se convirtió de inmediato en mi mejor amiga.
Entonces, cada que iba a hacer algo con ella, salir a correr, bañarla o simplemente acariciarla, ahí venía la flaquita con sus pinches patitas temblorosas tras de nosotros. “Ta bien Natasha, si quieres traer a tu amiguita, pues dale”, le decía. O entraba la Nata a la casa y le murmuraba “¡córrele, córrele, vamos a escondernos de tu amiguita!”. Y veíamos como la pachequita se seguía de largo.
Si yo era bueno pal bullyng, la Natasha me mataba el gallo, simplemente la traía asoleada. Era la reina del lugar, le quitaba su cama, se comía su ración, se adueñaba de la ventana que daba a la casa y hasta del diminuto territorio donde el sol de invierno bañaba su espacio.
Los hijos crecen, las esposas más, jaja, no es cierto, esto último lo voy a borrar. Y un buen día mis chavos terminaron estudiando en otra ciudad y al irse mi esposa con ellos, me dijo que no podía llevar a la amiguita en el avión porque como ya estaba muy grande le daba miedo que no resistiera, pero que ya le había encontrado un buen hogar. A lo que respondí:
–Ha vivido siempre con nosotros, ya está viejita, déjala que se quede conmigo.
–¿Seguro?, –artículo moviendo insistentemente la cabeza pa’ los lados– bueno, si tú lo quieres.
Así como querer, querer, pues no, pero se me hacía mala onda. Total, ahí la Nata se hace cargo de su amiguita, supuse. Aunque no dejaba de preguntarme si a la Nata realmente le caía bien, o no… ¿se sabría su nombre?
El día de la mudanza, tras despedirlas en el aeropuerto, de pronto recordé que me faltó decirles algo. Llegué corriendo justo cuando acababan de pasar la zona de revisión. Le rogué a la mujer policía, “por favor, por favor, solo quiero hablar un segundo con mi esposa antes de que se vaya”. La policía ha de haber dicho “qué romántico”; ok, pero desde aquí, respondió, y miró al horizonte con la sonrisa franca de quien hace su buena labor del día; y fue que grité “¡Vieja! ¡Vieja!” Obvio, toda la sala volteó a verme. Mi esposa y mis hijas me miraron entre aterradas, intrigadas y muy apenadas… y entonces se escuchó como si fuera el alta voz… “¡¿cómo se llama la amiguitaaaaa de Natasha?!”
Jajaja, la poli casi me saca a macanazos, y entre tantas voces, no alcancé a escuchar el pinche nombre. 14 años viviendo con nosotros y ¿nadie me podría haber proporcionado ese dato?
Total, ya entablando esta nueva relación en casa, sin el ala femenina, ni tampoco mi hijo, es decir, solo con Natasha y su amiguita, decidí hacer las paces con ella. Ya era mala onda molestarla porque no tenía quien la defendiera y además descubrí que, a mí, lo que en realidad me fascinaba, eran las caras de enojadas de mi esposa e hijas. Así que, al ir conociendo a esta inquilina, descubrí que ya no comía, que su cabecita se había pintado de blanco, que le sobraban tan solo seis dientes y creo que hasta abandonó la mota porque sus ojos ya no eran los mismos pachecos de antes.
Un día entero, de plano no salió de cama y espantado le dije a Natasha… ¡No mmmsss, hay que llevarla al veterinario! Y ahí me tienes como pendejo busque y busque un suéter tejido, una cartilla de vacunación, algún collar, un recibo o cualquier otra cosa que pudiera traer su nombre. Porque estarás de acuerdo que está de la chingada llevar a tu perrita al veterinario y no saber cómo se llama. Como no encontramos ni rastro, pues tuve que bautizarla como “la temblorosa” jaja, juro que a pesar de que estaba tan débil que apenas y podía levantar la cabecita, me volteó a ver con cara de “ora si te pasaste wey”. Y yo, cálmate eh, que los nombres que llevan las de tu raza son lo más ridículo que pueda haber.
Por fortuna, no fue nada de cuidado. El veterinario dictaminó solo el cansancio de la edad y recetó “consienta mucho a la Temblorinas”. Y vaya que lo cumplí a cabalidad. Le compré galletas, un suéter de color liso al que recorté los moños para que no se viera tan, mmm, tan ella pues; le daba sus bañitos de agua tibia y le aplicaba shampoo pa’ que oliera rico. Vaya, en nuestras charlas de tina, hasta llegué a confesarle, que era la única chihuahua de buen carácter que había conocido.
Y comenzamos a dar paseillos domingueros al parque y no crean eh, el otro día le venía comentando (porque una cosa es que ya no le haga bullyng, y otra muy diferente que nos llevemos un poco pesado) que sus patitas de atrás ya están tan arqueadas que parece que se le olvidó el caballo. Volteó medio altanera y me pegó una barrida de aquellas… entonces dije “a chingaos, y ésta ¿qué me ve?” miré hacia abajo intentando descubrir de qué se regodeaba y, aunque me costó un buen distinguir más allá de mi barriga, no supe bien si se refería a mis bermudas a cuadros ingleses, las lechosas piernas, los calcetines crema a media espinilla o mis crocs.
–¿Qué?, –reproché indignado–, si lo dices por mis calcetines, son finísimos, fíjate, son los que llevé ayer a mi cena de aniversario con los rotarios, eh.
En eso, pasó un chamaquito, se nos quedó viendo y, antes de salir corriendo, soltó la carcajada.
–Se burló de ti, eh, no de mí, –le aclaré– y ni me veas así, como riéndote, agradece que te saco a pasear, ¿te digo por qué? Ya estás grandecita como para saber que no creo que exista un solo hombre que sea capaz de comprar para sí mismo un chihuahua, ¿cómo ves? Y aquí me tienes de tu wey. Así que órale, súbete a tu caballo y avánzale.
Y ahí nos fuimos, ella con sus diez peludos centímetros y yo, con mi indignado metro ochenta y cuatro, sujetando la correa pink que desembocaba al collar de abejitas.
Semanas después, estaba leyendo en mi intocable reposet de ante, cuando se acercó. Me agaché para acariciarla y durante un par de horas ya no supe de mí. Al despertar, ahí estábamos los dos muy acurrucados; titiritaba un poco así que le compartí de mi cobertor, la abracé y dormimos de nuevo. De pronto, me desperté sobresaltado y exclamé: ¡Bambi! ¡Bambi! Te llamas ¡Bambi! Ni se inmutó. Sus ojos, así como de media peda, parecían decir “qué gran descubrimiento, cabrón”.
Ay, amiguita Bambi, testiga de los años maravillosos, navidades, días de alberca y asador; cómplice del crecimiento de Ale, Maryfer y Cindy; inseparable de Elibel. Sirva este Andares de disculpa pública por tantos años de bullyng… aunque como no sabes leer, ¡nunca te enterarás!, ¡jaja!