Salvo por la ausencia de su madre, a la cual por cierto nunca tuvo tiempo de echar de menos porque se fue cuando aún era muy pequeña y porque Winston, su padre, se había encargado de hacer un gran papel, Isabella fue una niña que creció entre rosas.
Siempre en los mejores colegios, al comenzar la carrera de ingeniería industrial, se sintió preparada para apoyar a Winston en “Innova”, su fábrica de muebles.
Los primeros días fueron muy emocionantes hasta que ese viernes, al caminar rumbo al área de producción, se topó con un hombre en silla de ruedas. Isabella hizo todo por esquivar a tan repugnante ser, pero lo angosto del corredores se lo impidió y tuvo que verlo muy de cerca. Al notar su rostro y manos carbonizadas por las quemaduras sufridas, como si fueran cachos de plástico mal formados, no pudo evitar magullar el rostro.
–¡Papá! ¿Quién ese tipo? ¿Cómo puedes tener trabajando aquí a alguien tan grotesco? ¡Debemos deshacernos de él cuanto antes! ¡Es una pésima imagen para la empresa, de muy mal gusto!
–Camilo tiene más de 15 años trabajando con nosotros, Isabella. El accidente por el que está así, desafortunadamente lo tuvo aquí mismo, en el área de ensamblado. De milagro sobrevivió.
–¿15 años? ¿Y no crees que ya fue suficiente tiempo como para agradecerle su desgracia? Porque, digo, tampoco fue culpa tuya, ¿o sí?
–No, claro que no. Pero es un amigo y empleado muy leal, créeme. De hecho, Camilo es admirable, deberías darte el tiempo de tratarlo, de conocerlo, sé que te terminará agradando, –y en un tono más suave, concluyó–, y hay deudas en la vida, que jamás terminas de saldar.
–Ni de loca, papá, es simplemente asqueroso. Y no te lo quería decir, hasta pena me da, pero todo el tiempo me observa, el otro día fue tanta su insistencia que no te exagero si te digo que hasta parecía que iba a llorar, ¡es muy incómodo papá! Y sus manos y su rostro, que feos, ¡repulsivo!
Después de semanas de insistir y ver que su papá de plano no la pelaba, se jugó una carta más, le presentó a Pedro, su brillante compañero de la carrera que bien podría cubrir ese puesto.
–Isabella, no deberías juzgar a la gente por su apariencia. Tú fuiste bendecida con una adorable belleza, pero no toda la gente tienen la misma fortuna; incluso, imagínate qué pasaría si tú hubieras sido la que sufriera ese accidente y quedaras marcada de por vida, ¿te gustaría que te rechazaran de esa manera?
–¡Uy no lo digas! Prefiero morirme antes de tener ese aspecto.
Desde luego, Camilo notó el rechazo de Isabella por lo que procuraba no cruzarse en su camino, aunque eso no le impedía apreciarla a la distancia.
Fue muy trágico para Isabella lo que ocurrió la tarde del siguiente verano. Estaba en la oficina preparando un café para su papá cuando un ataque fulminante al corazón lo derrumbó a sus pies. Isabella salió al pasillo suplicando por auxilio y el que apareció de inmediato, girando su silla de ruedas a toda velocidad, fue Camilo. Al ver a Winston, se arrojó de la silla para darle respiración de boca a boca y golpear su pecho, pero todo fue en vano. Winston había fallecido.
Isabella lloraba, pero aún así, no pudo dejar de ver que Camilo, al abrazar a su padre, dejó al descubierto la espalda, atascada de rosadas llagas.
No pasó un mes cuando Camilo recibió su cheque de liquidación. Isabella se evitó la molestia de ver a su horrible empleado así que le instruyó esa tarea a Pedro, su nuevo director de producción.
Meses después, fue él mismo quien descubrió en un viejo mueble arrumbado, el archivo que resguardaba el secreto del señor Camilo. Había sucedido muchos, muchos, años atrás cuando Isabella apenas tenía 6 años. Como su madre los había dejado, su padre pasaba por ella al colegio y por las tardes la llevaba a la fábrica. Camilo había acondicionado la oficina de Winston, en el tercer piso, con tal cantidad de televisores, libros y juegos, que podría ser la envidia del área infantil de cualquier restaurante. Isabella tenía prohibido salir de la oficina por los peligros naturales de toda fábrica. Pero era muy curiosa y en cuanto su padre se ausentaba, como sucedió esa tarde, se escapaba a recorrer cada rincón. Su área favorita, donde le parecía toda una aventura estar, era la zona de ensamble y acabados, por la gran cantidad de gente trabajando con sus enormes maquinas. Estaba bien escondida en el fondo de la bodega, entre cientos de trozos de madera cuando el lugar empezó a arder. De inmediato sonaron las alarmas de alerta y Camilo subió como ráfaga los tres pisos hasta la oficina de Winston para salvaguardar a la pequeña, sólo que ella no estaba ahí. Mientras todo el personal evacuaba las oficinas, Camilo recorrió cada parte del lugar. Cuando los gritos de Isabella lo guiaron a ella, era demasiado tarde, las llamaradas lo llenaban todo. Claro que a Camilo eso no lo detuvo, sólo se tapo con su chamarra y cruzó la bodega a toda velocidad. Isabella estaba a punto del desmayo por los gases tóxicos respirados. La cargó e intentó regresar por el mismo punto, pero ya que estaba casi por llegar a la salida, una viga se desplomó desde el techo. Camilo la alcanzó a ver y le dio la espalda para proteger a Isabella y así fue, sólo que a él, le partió la cabeza. Todavía en el piso, alcanzó a decirle a Isabella que se fuera, que se salvara, pero ella también dio unos pasos más y cayó desmayada. Pronto llegaron los bomberos y se llevaron a Isabella sin ningún daño aparente aunque el evento del trauma no lo recordaría. Camilo no corrió con la misma suerte. Presentaba quemaduras en un sesenta porciento del cuerpo. Algunas de segundo y tercer grado en espalda, brazos y rostro; pero en la parte de la cadera y la pierna derecha, el fuego llegó a ser de cuarto grado, penetrando dermis, epidermis, músculos, terminaciones nerviosas y hasta parte del hueso coxal. Había vivido de milagro, pero quedaría postrado para siempre en una silla de ruedas.
Isabella quedó devastada con la historia.
–Pero, ¿cómo es que no recuerdo absolutamente nada? ¿Por qué? ¡Por qué!, –se repetía furiosa–, soy una porquería, ¡perdóname papá!
El jueves siguiente, armándose de valor, se presentó en la casa de Camilo. Tocó la puerta y minutos después, apareció frente a ella.
–Señorita Isabella, qué honor tenerla por aquí, –arguyó realmente asombrado–. Pensó que lucía radiante con su vestido beige y una mascada de catarinas rojas al cuello. –Pase, pase por favor, –dijo moviendo su silla de ruedas y haciéndole una señal al perro labrador, –anda Capone, deja que pase nuestra invitada. Sé bueno y no estropees con tus babas su vestido.
Isabella se adentró en la sala y lo primero que le vino a la mente al observar los libros regados sobre la mesa y un suéter arrugado sobre el sofá, fue preguntar:
–Pero señor Camilo, ¿usted vive solo?
–Mmmm, yo no diría eso, –respondió acariciando a Capone que lo seguía en todos sus movimientos y que al sentir su mano lo llenó de lengüetazos en el rostro–, lo ve, Capone me quiere. Elena nos dejó, a Jerónimo mi hijo, a Capone y a mi, poco después del accidente. No la culpo. Al igual que a usted, señorita Isabella, no crea que le guardo rencor, estar cerca de una persona como yo, no es fácil, lo sé. Yo mismo retiré los espejos de esta casa por muchos años, ahora ya lo superé.
Mientras Camilo hablaba, Isabella descubrió un pequeño cuadro con la foto de su padre. Sin pedir permiso, se puso de pié y lo tomó. Lucía muy feliz y abrazaba a un tipo que seguramente estimaba mucho. Fuerte y bien parecido, su amigo volcaba toda su atención en una pequeña de brazos.
–Soy yo, ¿verdad? –Murmuró. Todo el cuerpo le temblaba.
–Winston y yo fuimos grandes amigos, Isabella. Y tú nos llenaste de dicha a ambos durante muchos años. Yo diría que le salvaste la vida. Cuando tu mamá lo abandonó, estuvo a punto del suicidio, lo dejó todo: trabajo, familia, amigos; se tiró al alcohol y a la mala vida y cuando su existencia pendía de un hilo, tuvo la fortaleza para seguir adelante sólo gracias a que te tenía a ti. Y claro, como no es fácil llevar una empresa y ser «mamá» al mismo tiempo, pues yo fui durante tu niñez, algo así como tu «nano», jaja. Mi hijo, Jerónimo, aun no nacía. Y créeme, los tres vivimos increíbles experiencias, sobre todo cuando viajábamos. Me parece que fuiste una niña muy feliz, o por lo menos eso intentamos.
Isabella no pudo más, se sentó de nuevo en la sala y cubriéndose el rostro con las manos, estalló en llanto. Camilo pensó que le haría bien un rato a solas así que fue a la cocina para llevarle un vaso de agua fresca.
–¿Y cómo ha podido sobrevivir esta temporada ya sin trabajo?… ¡Qué desgraciada soy!
–Bueno, no le voy a mentir. Nos la hemos visto muy difícil, pero gracias a Jerónimo, hemos salido adelante. Es tan bueno… está estudiando electrónica y por las mañanas trabaja en quién sabe donde, es un misterio, ya sabe, los jóvenes… pero trae unos centavos bien habidos a casa y eso es lo que cuenta. Déjeme llamarlo para que lo conozca… “¡Jerónimo! Hijo, baja, te quiero presentar a alguien”.
Jerónimo no contestó. Bajo su copete “emo” tenía rato espiando cada paso de la escena desde las escaleras. No perdía ni un solo detalle de “la bonita”. Su majestuosa piel, las bellas pecas que cual constelación bañaban su rostro perdiéndose en sus rosadas chapas. Los senos que, de tan solo verlos, le habían causado una prolongada erección. Para no ser descubierto, se internó en su habitación no sin antes abrir las fosas nasales para apresar la orquesta de lluvia y flores que destila la invitada y que tan bien conocía.
Al ver que no recibía respuesta, Isabella continuó:
–¿Cómo poder pedirle perdón, señor Camilo? ¿Cómo poder perdonar mi despotismo? Lo egoísta y miserable que fui con usted. Es imposible, por eso no tengo el valor de pedírselo… se puso de pié y caminó hacia la puerta. De pronto se detuvo, y acariciando las cicatrices de su rostro, prosiguió:
–pero “Innova” estaría sumamente agradecida de volverlo a tener como director de producción–. Le besó la mano y continuó, –y yo muy feliz de poder recompensar, poco a poco, lo mucho que mi padre y yo le debemos. Espero que no le moleste, pero volví a dar de alta su seguro médico y pedí que le reembolsen los gastos que haya tenido desde que–… agachando la cabeza y cerrando los ojos, finalizó: –lo eché tan injustamente.
–Es usted muy bondadosa, señorita Isabella, pero algo me dice que usted no sabe de nuestra sociedad, ¿verdad?
–¿Sociedad? ¿Cuál sociedad? –Respondió completamente sorprendida, mas no molesta.
–Así es señorita. Su padre, Winston, me dejó el 35% de “Innova”.
–¿Usted dueño de una tercera parte de nuestra fortuna y viviendo así? Pero, ¿por qué? ¿Cuál es el motivo?
–Usted sabe que quise mucho a su padre… y también a usted. Así que no he querido molestarla; además, a mi hijo la situación le ha sacado la garra, el coraje, ya le digo que estudia y trabaja. Hasta el día de hoy no le he dicho nada, pero creo que ya es momento de tomar lo que es mío, finalmente es la herencia que tendrá Jerónimo. Espero que no tenga objeción, así ni siquiera tendrá que darme trabajo, ya estoy cansado, ¿me comprende?
–Cuente con ello, señor Camilo, cuente con ello…
Mientras caminaba rumbo a su auto, la mascada de catarinas rojas ondeaba y el viento de otoño removía su cabello castaño, como cuando niña.
Camilo agradeció tan hermosa postal y dando unos golpecillos en la cabeza del can, murmuró, «quizá el momento de heredar en vida a Jerónimo, ha llegado, mi distinguido Capone».
Camilo no pudo darle la gran sorpresa a Jerónimo porque esa tarde ya no lo vio y al día siguiente, se marchó mucho más temprano de lo habitual.
El mozo de copete “emo” que nunca mira a nadie directamente a los ojos, barre en completo silencio la oficina de la señorita Isabella. De su bata caqui, extrae pequeños bultos cubiertos de cinta de aislar que durante meses ha ido colocando cuidadosamente en lugares muy ocultos. Se cerciora de que el sistema electrónico sea detectado por su teléfono celular y al dar positivo, tras los tupidos mechones de cabello que le cubren el rostro, se asoma una casi imperceptible sonrisa.
Isabella se prepara el café matutino. Desde la muerte de su padre, cada que lo hace, vienen felices imágenes de él que son abruptamente irrumpidas por la sensación de que lo tiene frente a él y cae a su lado con un ataque al corazón. Se estremece. Cuánto lo extraña. Abstraída por el momento, se sienta en el escritorio. Mariana, su asistente, entra con un trapo y mientras lo pasa por el mueble, le dice “lo siento, señorita Isabella, Jerónimo, el mozo, no se presentó a trabajar. Es muy extraño, jamás había faltado y ni siquiera llamó”. Pero Isabella no escucha nada, sigue en el limbo de su nostalgia. No deja de observar el reloj. Hoy es el aniversario de la muerte de su padre. Murió justo a las 9:48. Faltan segundos para que el segundero alcance la hora. 3, 2, 1…. ¡Puummmm! ¡Puumm! ¡Puuummmm! Varias explosiones colapsan todo. Mariana corre con suerte: pierde la vida de manera instantánea. Isabella llora. Está mal herida, un hueso expuesto le impide caminar. Se arrastra intentando llegar a la puerta de salida, pero por una inteligente razón, justo ahí es donde el fuego es más intenso. Sabiendo que no tiene escapatoria, rompe el cristal de su ventana. Grita desesperada pidiendo auxilio, pero los tres pisos de altura, la tos y el humo le hacen imposible detectar ayuda. Alguien… por amor de dios… alguien… dice muy quedito antes de arrojarse al vacío.
Un ignorante y muy dolido joven de bata caqui se esconde en la esquina. Al verla caer, vuelve a dibujar una tenue sonrisa mientras camina lentamente en rumbo contrario. La inocente alegría del viento de otoño se hace presente, sólo que ahora, es para jugar con el tupido copete “emo”.
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