–¡Taxi! ¡Taxi! ¡Por favor señor, deténgase!
–¿Qué pasa señora? –respondió el chofer.
–Por el amor de Dios, lléveme al Hospital Santa Fe, ¡mi hijo está por nacer!
El taxista salió del auto, ayudó a la señora a subir en la parte posterior y muy asustado, le dijo:
–¡Aguante, señora! Yo me sé un camino muy corto al hospital. En diez minutos estaremos allá.
–¡Aaay! ¡Dese prisa! ¡Ya viene! ¡Ya viene!
–¡Tranquila! A ver, dígame su nombre…
-Me llamo, ¡aaay!, Carmen Rivera.
–Muy bien, doña Carmen, respire conmigo, así mire… –el taxista empezó a inhalar y exhalar mientras seguía su camino.
Azucena Colín, se encontraba con su esposo a punto de entrar a urgencias del Hospital Santa Fe, cuando vio aproximarse al taxi a toda velocidad.
–¡Mira nada más a este barbaján, me va a ganar mi lugar! –dijo Mario Colín al ver que el taxi hacía por llegar antes que nadie a la rampa de acceso.
–Déjalos que pasen, a lo mejor es una urgencia –recomendó Azucena.
–¿Y qué? –rebatió Mario– ¿tú embarazo no es una emergencia también?
–Yo puedo esperar. Estoy bien. No te preocupes.
Azucena no acababa de decir estas palabras cuando el taxista de plano se pasó sin pedir permiso. El chofer se bajó gritando ¡Auxilio! ¡Auxilio! Y cargando a Carmen, la colocó en una silla de ruedas y ahí se quedó parado hasta ver que las enfermeras se la llevaban a toda prisa. Antes de subir al auto, volteó a ver a Mario y bromeando le dijo: “con su permiso, amigo, si no me dá el paso, ese niño nace en mi taxi. Gracias”.
Azucena sonrió, pero su contento fue interrumpido por otra contracción. Su bebé, también deseaba llegar a este mundo.
Al día siguiente, cuando Azucena abrió los ojos, su rostro expresaba sólo felicidad. En la habitación no cabía un arreglo de flores más y frente a ella se encontraba su esposo cargando al pequeño bebé.
Mario envuelto en lágrimas, se aproximó a ella y poniéndoselo en el pecho, dijo:
–¡Mira mi amor! Es una bellísima nena.
–Oh… es tan hermosa… tan inocente…
El resto de la familia rodeó la cama y Mario aprovechó para salir un momento a respirar aire fresco a los jardines del hospital. No cabía de dicha. Después de ocho años intentando tener un hijo, por fin lo habían logrado. Vaya que era una niña deseada y ahora quería que el tiempo pasara muy rápido para tenerla en casa y resguardarla bajo ese ambiente que con tanto amor le prepararon: su cuna, la ropita, los muñecos de peluche, su caja de música.
Cuando el hijo mayor de Carmen entró en el cuarto, ésta le reclamó:
–Pero Alfonso, tengo dos días en este hospital y nadie ha venido ¿qué pasa?, ¡Por Dios!
–Madre, tú sabes que a mi papá esto del niño no le gustó para nada… Me mandó por ti porque la casa es un desastre. Dice que te apures porque ya no hay ni de comer.
Carmen comenzó a llorar y le respondió:
–De tu padre lo entiendo, hijo; pero, ¿y tú? ¿Qué no quieres conocer a tu hermanita?
–Sí mamá. Mira, si quieres pedimos que nos la traigan y ya en el camino la miro bien. Ándale, mientras más tarde se haga, peor me va a ir con mi papá.
Carmen sabía que Joaquín, su esposo, estaba muy molesto con ella desde que le informó que pronto tendrían un nuevo bebé. Al principio, le concedió cierta razón ya que Alfonso acababa de cumplir veinte años, Enrique era cuatro años menor que él y ahora, después de diez y seis años, “Dios”, como ella lo entendía, “le había mandado otro niño”. Carmen no encontraba ninguna otra explicación ya que, a parte de estar operada, a sus treinta y ocho años le parecía un milagro volver a dar a luz y a pesar de las complicaciones y las continuas amenazas de Joaquín para que lo perdiera, llegó hasta el final.
Durante los siguientes meses tuvo que hacer un esfuerzo mayúsculo por atender a su familia sin que Perlita, como decidió llamar a su pequeña, los molestara. Ella siempre permanecía encerrada en el cuarto de servicio, así cuando lloraba, prácticamente sólo el fino oído de una madre, podría escucharla. Y es que Joaquín esperaba el mínimo motivo para descargar toda su furia contra la menor y ya en dos ocasiones la había tirado de la cuna.
–¡Calla a esa escuincla si no quieres que la regale de una vez! Lo único que hace es chillar y tragar, –gritaba enfurecido Joaquín y Carmen tenía que interponerse entre ellos para que no le hiciera daño a la bebé, a pesar de que sabía que Joaquín se ensañaba peor golpeándola a ella.
–¡Cómo se te ocurrió tener un chamaco a tu edad! Eres una vieja, ¿qué no te das cuenta? ¿Quién te dijo que yo quería tener otro hijo? Y aparte niña… Dime, –le decía halándola del cabello–, ¿en qué momento te pedí otro hijo? ¡Por qué no te cuidaste! Ni para eso sirves, –terminaba diciéndole y la aventaba contra lo que tuviera en frente.
Justo la pequeña recién había cumplido un año tres meses cuando salió caminando de su recámara y se metió en el taller de madera de Joaquín. Carmen se estaba bañando y después de un violento golpe, escuchó el llanto de pánico de Perlita; se echó una toalla encima y corrió hasta el taller. Perlita yacía tirada en un rincón y sangraba del pecho.
–¡No le pegues! ¡Déjala! ¡Detente! –le imploró a Joaquín.
–¡Ah! ¡Qué bueno que llegaste! Así las dos van a aprender de una vez a no molestarme mientras trabajo, –bramó Joaquín y tomando un trozo de madera comenzó a pegarle a Carmen. Ella, cubrió con su cuerpo a Perlita y mientras recibía el castigo en su espalda, la cargó y salió a toda velocidad.
–Pero, señora Carmen, ¿qué le pasó? Mire nada más que golpeadas están, –inquirió el doctor Yáñez en cuanto las vio.
–Oh, no es nada doctor. Soy una tonta. Venía cargándola y no me di cuenta de que el piso del pasillo estaba mojado y nos rodamos por las escaleras.
–Aja… -contestó el doctor, –por lo visto “las escaleras” tienen muy buena derecha. Y continuó–, oiga, esto es muy grave, ¿está segura de que no quiere levantar una denuncia?
–¿Una denuncia? ¡No! Ni Dios lo mande.
–Como quiera, pero si yo fuera usted, lo pensaría muy seriamente para evitar que “se vuelvan a caer” ¿verdad? Bueno, a ver, déjeme sacarle una muestra de sangre que esta bola que tiene en la columna no me gusta nada y hay que analizarla; ya ve, igual que el golpe del pecho de su hija, pero a ella ya le tomé la muestra de sangre.
En cuanto Carmen se marchó, el doctor Yáñez le solicitó a la enfermera que le hiciera los estudios pertinentes.
Al día siguiente, cuando el doctor fue por los resultados, la enfermera le preguntó:
–Doctor, ¿no me dijo que las muestras de sangre eran de la señora Carmen Rivera y de su hija Perla?
–Si, así es, ¿por qué lo pregunta tan asombrada?
–Es que le tengo una noticia… ¡Esa niña no es hija de la señora! La prueba de ADN lo confirma.
–¿Qué? Estás completamente segura de lo que dices.
–Sí doctor. Pero lo más extraño es que la señora dio a luz a Perla en este mismo hospital. Yo la recuerdo, ese día me tocó guardia y ya revisé los expedientes y todo coincide; Carmen Rivera tuvo aquí a Perla, ¡pero la niña que vino ayer con ella, no es su hija!
Cuando sonó el teléfono de Azucena, se encontraba arrullando a su pequeña en una mecedora del jardín. Disfrutaba tanto colocarla en su regazo y sentir como se iba quedando dormida mientras le calentaba el sol su carita.
–Hola…
–¿Es la señora Azucena Colín?
–A sus órdenes.
–Mire le estoy hablando del Hospital Santa Fe. Soy la enfermera Rebeca Islas y necesitamos que venga de inmediato con su esposo. Créame, es muy urgente.
–Pero, ¿qué sucede? ¿Por qué la prisa?
–No estoy autorizada para darle más información, así que mientras más pronto pueda venir, será mejor para ustedes.
Azucena encargó a su hija con su madre y acudió al hospital.
–Señora Azucena, –dijo el doctor Yáñez–, lo que le vamos a decir es muy importante y necesitamos que esté también aquí su esposo.
–Él está de viaje y va a tardar semanas en volver –fue la respuesta seca que dio.
Y es que Azucena no le vio ningún caso platicarle a este doctor que ni conocía, que su esposo tenía más de tres meses que la había abandonado. Qué le importaba al doctor que el muy idiota de Mario pensara que Azucena le era infiel y que lo engañó durante meses. Cómo explicarle que tan sólo por algún instinto carnal, Mario aseguraba que su pequeña, no era hija de él. Ella, Azucena, la que en su vida fue capaz ni siquiera de voltear a ver a otro hombre.
–Señora Colín, quiero que conozca a alguien, –dijo el doctor.
En seguida, entró la enfermera llevando a Perlita de la mano y la puso frente a ella.
Azucena la miró en silencio y comenzó a llorar muy suavemente. Se hincó y tomando a la pequeña por los brazos, pudo ver en su piel, la suya; en sus expresiones, casi un espejo; y bajo aquellas tupidas cejas, los ojos verdes y profundos de Mario.
La abrazó angustiada y mirando al cielo, preguntó:
–Pero, ¿quién es este ángel?
–Se llama Perla, señora Azucena, y me temo que es su hija, –respondió el doctor consolándola.
Pero, ¿cómo puede ser?
–Hubo un error. Un fatídico error que hoy hemos descubierto. Desafortunadamente, el día que usted dio a luz, por un descuido del personal del hospital, su bebé fue intercambiada por otra pequeña.
–Entonces… ¿Clarita, mi niña, no es hija mía en realidad?
–Lo siento mucho, pero así es. Su verdadera hija, por fin ahora está entre sus brazos y hay una madre que desea tanto como usted conocer a su propia hija.
La mañana siguiente, Carmen fue a casa de Azucena a entregarle a Perlita y a conocer a Clara.
Carmen estaba muy apenada por la pobre vida que le había dado a Perla y peor se sintió al ver el amor y entrega con que cuidaban de Clara, su verdadera hija. La tranquilidad y seguridad de ese hogar, nunca podría brindárselo.
Azucena la invitó a sentarse en una banca del jardín desde donde podían observar como las niñas corrían muy divertidas.
–Qué feliz se ve mi hija, se lo agradezco tanto.
–Oh, es que usted no tiene idea cuánto la amamos, es tan linda.
–Señora Colín, usted no conoce a mi esposo. Él es tan cruel.
–Qué pena, si yo pudiera ayudarla en algo…
–Sí, usted puede hacer algo por mí… bueno, por nosotras.
–Carmen y Azucena se pusieron de pie y se abrazaron con gran fuerza.
–Carmen, todo estará bien, ya lo verás. Además puedes venir a visitarla cuando gustes.
–Carmen soltó la mano de Azucena y ya no quiso volver la vista atrás, hacia el columpio de las niñas.
–Gracias, muchas gracias –fueron sus últimas palabras.
Antes de retirarse, se cruzó con un hombre que iba llegando con gran prisa. La ilusión desbordada de su rostro no dejaba lugar a dudas de que se trataba del señor Mario Colín.