Sentado en un banquillo alto y con el rostro recargado sobre la mano en la que sujetaba su taco de billar, Norberto Buendía observó con decepción como perdía la partida.
Una vez más, la bola se deslizó con gentil elegancia de una banda a otra hasta llegar a la última esquina en la que, tras un rebote más, el sonido sordo, completamente celestial, anunciaba la nueva carambola.