Página suelta del diario de Martín Santomé. La Tregua, Mario Benedetti.
Una gran disculpa, amigo Mario Benedetti. Estoy consciente de que mi atrevimiento esta vez no distinguió fronteras. Fue inevitable. No sé si a usted le pase igual que a mí, pero siento una gran angustia, un remolino en el estómago por los huecos que dejaron las páginas no escritas de “La Tregua”.
No se disguste. Tómelo sólo como una muestra de la desfachatez que puede llegar a alcanzar uno de sus lectores ante la incertidumbre de los días extraviados del diario de Martín Santomé, y sirva de paso para hacerle participe de lo urgente que es el que los rescate del cajón de su buró.
Avellaneda y Santomé. Santomé y Avellaneda. Ole, maestro. Vaya manera de crear dos personajes.
Hasta eso, le confieso que yo ya había quedado en paz con su obra si no es porque después de un par de años de que la leí, me topé con su “Inventario” e inevitablemente con la “Última noción de Laura” y no se imagina el encuentro de sensaciones y nostalgias olvidadas que trajo consigo. Qué generoso y triste poema. Laura escribiendo a Martín en el lecho de su muerte. Palabras, entiendo, que nunca llegaron a su destino. Pero, ¿qué fue de Martín ese mismo día? ¿Qué hacía mientras su pluma iba dejando sin vida a Avellaneda? Por qué no le da una tregua a su silencio y nos cuenta qué fue de Santomé. Como verá, usted tiene cierta complicidad en esta osadía.
Quizá podría reconsiderar si ha llegado el momento de que nos platique lo que le contó la mamá de Avellaneda acerca de sus últimos días, sus últimas palabras, sus últimos momentos. Si usted lo hiciera, señor Benedetti, le juro que arrojaré por la borda este terco afán de escribir y me dejaré de tonterías. Mientras tanto, le comparto esta página suelta del diario de Martín Santomé que no hace otra cosa que desnudar el brutal salvajismo de mi novel tinta. A su salud, pues, maestro.
Sábado 25 de enero
Sí. En definitiva, el lunes veintitrés de septiembre fue el peor día de mi vida. De toda mi existencia. Fue el día en que murió Avellaneda; y claro que por ello sufrí el colapso nervioso. Pero eso no es todo. Tengo que confesárselo a alguien. Ni siquiera me atreví a decírselo a mi hija y ya no puedo más con esta carga. Qué cobarde soy, Dios lo sabe y vaya que yo lo sé. Afortunadamente Avellaneda nunca lo supo. Murió sin saberlo.
El veintitrés de septiembre, Laura cumplió una semana tirada en cama y a mí se me consumía el alma. Algo muy grave le estaba sucediendo. Así que ideé un plan so pretexto del trabajo, para visitarla y dejarle unas breves líneas. Argumentando el apremio de entregarle un mensaje urgente a la señorita Avellaneda, se lo daría sin pronunciar palabra. Nadie sospecharía y yo, con tan sólo mirarla quedaría tranquilo. Con un poco de suerte, quizá hasta podría rozar rápidamente su mano, hablándole con un leve apretón de mis dedos. Mi mirada ayudaría.
Sin embargo, mientras más me acercaba al trescientos sesenta y ocho, más indeciso me sentía. ¿Y si su padre lo notaba? Ella alguna vez dijo “él aún no sabe de lo nuestro”. “Lo nuestro”. Cuánta esperanza y felicidad escucharla decir “lo nuestro”. Al cruzar la acera, me detuve para husmear; la puerta, las ventanas, las manchas en el muro. Fui a la puerta, estiré el brazo hacia el timbre y me faltó valor para oprimirlo. Me faltó valor. Sólo eso, valor. Miré a través de la ventana y por un pequeño hueco que se formaba en la cortina, pude observarla. Ahí estaba ella recostada bajo unas sábanas blancas que no le iban con su palidez. Pero ahí estaba y la pude observar. En una libreta que descansaba en sus manos, escribía. Algunas personas entraban en su habitación, permanecían unos minutos y después se esfumaban. Estaba mal, muy mal. Los pasos de un tipo en la acera, me sobresaltaron. Me dirigió una mirada y en cuanto pasó al lado mío, emprendí el paso veloz hacia el lado contrario.
Al llegar a la oficina me sentí contrariado. No soportaba la ansiedad y estaba demasiado confundido para escribir algo más en mi diario, así que sólo anoté: Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío.
Al poco rato sonó el teléfono. Avellaneda había muerto.
Si tan sólo hubiera tenido el valor para oprimir el timbre. Si tan sólo lo hubiera hecho, podría haber estado junto a ella en los últimos momentos. Pero no lo tuve. Me faltó sólo eso. Valor.
Lunes 27 de enero
Muchas veces me he detenido a preguntarme, ¿estaría escribiendo Avellaneda “La última noción de Laura” mientras yo la observaba detrás de la ventana? ¿Me llevaría con ella en su último pensamiento?
Laura Avellaneda
“Última noción de Laura”
Mario Benedetti
Usted martín santomé no sabe
cómo querría tener yo ahora
todo el tiempo del mundo para quererlo
pero no voy a convocarlo junto a mí
ya que en el caso de que no estuviera
todavía muriéndome
entonces moriría
sólo de aproximarme a su tristeza
usted martín santomé no sabe
cuánto he luchado por seguir viviendo
como he querido vivir para vivirlo
pero debo ser floja incitadora de vida
porque me estoy muriendo santomé
usted claro no sabe
ya que nunca lo he dicho
ni siquiera
esas noches en que usted me descubre
con sus manos incrédulas y libres
usted no sabe cómo yo valoro
su sencillo coraje de quererme
usted martín santomé no sabe
y sé que no lo sabe
porque he visto sus ojos
despejando
la incógnita del miedo
no sabe que no es viejo
que no podría serlo
en todo caso allá usted con sus años
yo estoy segura de quererlo así
usted martín santomé no sabe
qué bien qué lindo dice
avellaneda
de algún modo ha inventado
mi nombre con su amor
usted es la respuesta que yo esperaba
a una pregunta que nunca he formulado
usted es mi hombre
y yo la que abandono
usted es mi hombre
y yo la que flaqueo
usted martín santomé no sabe
al menos no lo sabe en esta espera
qué triste es ver cerrarse la alegría
sin previo aviso
de un brutal portazo
es raro
pero siento
que me voy alejando
de usted y de mí
que estábamos tan cerca
de mí y de usted
quizá porque vivir es eso
es estar cerca
y yo me estoy muriendo
santomé
no sabe usted
qué oscura
qué lejos
qué callada
usted martín
martín cómo era
los nombres se me caen
usted de todos modos
no sabe ni imagina
qué sola va a quedar
mi muerte
sin
su
vi
da.