Como cada viernes por la noche, Roberto se encontraba preparando la clase que tenía que impartir en su grupo de los sábados. Era en verdad dedicado y disfrutaba entregarse por completo a su familia y a dar cátedra. Uno de los pocos gustos personales que se daba era jugar ajedrez y aunque jamás se lo había confesado a nadie, estaba convencido que poseía una intuición muy aguda para saber, no sólo el siguiente movimiento de su contrincante, sino hasta las dos o tres próximas jugadas. Era un experto en descubrir lo terriblemente predecible que resultaba la especie humana.
Esa noche, cuando estaba a punto de terminar de pasar sus apuntes, sonó el teléfono.